lunes, 29 de octubre de 2012

El comienzo de Nocturno.



1.


Roberto abrió los ojos de repente, como si saliera de aguas profundas donde creía morir ahogado. Abrió los ojos pero se sintió aún dentro de un sueño. Recordaba, en una visión confusa, volutas girando sobre su cabeza como humo enrojecido por el fuego. Sus músculos estaban tensos y el sudor le empapaba la piel en la noche calurosa de junio. Ahora las volutas habían desaparecido y en su lugar podía ver el cielo estrellado, lleno de luz de luna. Si no fuera por la confusión y el miedo que empezaban a llegar, sería una visión bella aquel cielo de luceros, y el sonido arrullador de la noche, miles de grillos, el roce de animales contra la hierba del campo, contra las hojas de plata de los olivos, el sonido lejano y burlón de una lechuza. Y el olor a savias mezcladas, a hierba y rocío, el olor del campo, tomillo y tierra seca, y no muy lejos de allí un arroyo que emanaba un aroma de agua fresca. Sería una noche hermosa, de no ser por el dolor de la espalda, por la sensación de ahogo, por el grito que se convocaba en su garganta. Tal vez si gritara, aquello desaparecería, si gritara estaría de nuevo en su casa, en su habitación, y sabría que todo había sido un sueño.
Pero no era un sueño. El cielo era el cielo de verdad, y la tierra a la que sus manos se aferraban era tierra dura del camino que no tenía la consistencia acuosa de los sueños. Se levantó despacio mientras sentía punzadas de dolor en cada músculo, un dolor agudo que le hizo gemir al hincar las rodillas en la tierra. Se miró las manos. Las tenía sucias y llenas de sangre seca. Llevaba puesta una de las camisetas con las que solía dormir, pero estaba destrozada, hecha jirones, igual que el calzoncillo convertido en una goma desastrada de la que colgaban pedazos de tela alrededor de su cintura. Todo era real, pero no conseguía entender nada. Caminó un poco, tambaleándose, y se dio cuenta de que estaba descalzo.
Después de andar unos pasos vio que había alguien más. A unos metros encontró tendidos a Antonio y a Luis. Estaban medio desnudos, como él, y se debatían en un sueño intranquilo. Tenían los rostros contraídos por el horror, sudaban, gemían de un modo casi inaudible. No se atrevía a tocarlos, como si hubiera algo repugnante en ellos mientras estaban envueltos en sus pesadillas. Retrocedió, levantó la cabeza y sus ojos se clavaron en la blancura encalada, enorme, quieta, que se podía ver a la derecha, justo antes de que el camino trazara una curva y desapareciera tras los olivares. El grito salió de su garganta liberando la duda y el miedo, un grito agónico y terrible que silenció la noche, los grillos, los lagartos que se arrastraban entre la hierba seca, los zorros, la lechuza lejana y burlona. Un grito que despertó a sus amigos y los hizo saltar del suelo como muñecos movidos por un resorte, ajenos todavía al dolor, rodeados aún por la ensoñación de la que volvían. Lo contemplaron lívido, fuera de sí, bajo la noche hermosa y cálida, llena de vida, mientras su dedo índice señalaba la blancura espectral del cementerio.       

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