viernes, 8 de marzo de 2013

Memoria de la Isla de Sacristía, 2.



La joven señorita Adela descendió por las anchas escaleras de piedra hasta la planta principal de la ruinosa casona. Allí, su excelso tío Jacinto mantenía el dedo alzado y recitaba inmisericorde su letanía a las estatuas de ojos turbios que lo miraban en silencio, pacientes y educadas. La disertación de esa tarde versaba sobre las esquinas, y el excelso Jacinto defendía la conveniencia de mantener su ángulo tradicional de noventa grados frente a las novísimas tendencias que pretendían limarlas, formando esas confusas esquinas truncadas. Su prudente esposa, la impasible señora Úrsula, lo contemplaba reclinada en una silla mientras sostenía en una mano un vaso de licor transparente y con la otra su propia cabeza, ligeramente ladeada sobre una rosa blanca que se marchitaba silente en un jarrón azul. La impasible señora Úrsula imaginaba maneras de asesinar a su esposo, el excelso Jacinto, pero la atormentaba no encontrar ninguna lo bastante cruel. Suspiró. Sin duda su imaginación no era la de otrora. Dio un ligero sorbo a su bebida y decidió salir al jardín, donde se aburrían mortalmente las petunias.