La joven señorita Adela descendió por las anchas escaleras
de piedra hasta la planta principal de la ruinosa casona. Allí, su excelso tío
Jacinto mantenía el dedo alzado y recitaba inmisericorde su letanía a las
estatuas de ojos turbios que lo miraban en silencio, pacientes y educadas. La
disertación de esa tarde versaba sobre las esquinas, y el excelso Jacinto
defendía la conveniencia de mantener su ángulo tradicional de noventa grados
frente a las novísimas tendencias que pretendían limarlas, formando esas
confusas esquinas truncadas. Su prudente esposa, la impasible señora Úrsula, lo
contemplaba reclinada en una silla mientras sostenía en una mano un vaso de
licor transparente y con la otra su propia cabeza, ligeramente ladeada sobre
una rosa blanca que se marchitaba silente en un jarrón azul. La impasible
señora Úrsula imaginaba maneras de asesinar a su esposo, el excelso Jacinto,
pero la atormentaba no encontrar ninguna lo bastante cruel. Suspiró. Sin duda
su imaginación no era la de otrora. Dio un ligero sorbo a su bebida y decidió
salir al jardín, donde se aburrían mortalmente las petunias.