domingo, 25 de noviembre de 2012
lunes, 29 de octubre de 2012
El comienzo de Nocturno.
1.
Roberto abrió los ojos de repente, como si saliera de
aguas profundas donde creía morir ahogado. Abrió los ojos pero se sintió aún
dentro de un sueño. Recordaba, en una visión confusa, volutas girando sobre su
cabeza como humo enrojecido por el fuego. Sus músculos estaban tensos y el
sudor le empapaba la piel en la noche calurosa de junio. Ahora las volutas
habían desaparecido y en su lugar podía ver el cielo estrellado, lleno de luz
de luna. Si no fuera por la confusión y el miedo que empezaban a llegar, sería
una visión bella aquel cielo de luceros, y el sonido arrullador de la noche,
miles de grillos, el roce de animales contra la hierba del campo, contra las
hojas de plata de los olivos, el sonido lejano y burlón de una lechuza. Y el
olor a savias mezcladas, a hierba y rocío, el olor del campo, tomillo y tierra
seca, y no muy lejos de allí un arroyo que emanaba un aroma de agua fresca.
Sería una noche hermosa, de no ser por el dolor de la espalda, por la sensación
de ahogo, por el grito que se convocaba en su garganta. Tal vez si gritara, aquello
desaparecería, si gritara estaría de nuevo en su casa, en su habitación, y
sabría que todo había sido un sueño.
Pero no era un sueño. El cielo era el cielo de verdad,
y la tierra a la que sus manos se aferraban era tierra dura del camino que no
tenía la consistencia acuosa de los sueños. Se levantó despacio mientras sentía
punzadas de dolor en cada músculo, un dolor agudo que le hizo gemir al hincar
las rodillas en la tierra. Se miró las manos. Las tenía sucias y llenas de
sangre seca. Llevaba puesta una de las camisetas con las que solía dormir, pero
estaba destrozada, hecha jirones, igual que el calzoncillo convertido en una
goma desastrada de la que colgaban pedazos de tela alrededor de su cintura.
Todo era real, pero no conseguía entender nada. Caminó un poco, tambaleándose,
y se dio cuenta de que estaba descalzo.
Después de andar unos pasos vio que había alguien más.
A unos metros encontró tendidos a Antonio y a Luis. Estaban medio desnudos,
como él, y se debatían en un sueño intranquilo. Tenían los rostros contraídos
por el horror, sudaban, gemían de un modo casi inaudible. No se atrevía a
tocarlos, como si hubiera algo repugnante en ellos mientras estaban envueltos
en sus pesadillas. Retrocedió, levantó la cabeza y sus ojos se clavaron en la
blancura encalada, enorme, quieta, que se podía ver a la derecha, justo antes
de que el camino trazara una curva y desapareciera tras los olivares. El grito
salió de su garganta liberando la duda y el miedo, un grito agónico y terrible
que silenció la noche, los grillos, los lagartos que se arrastraban entre la
hierba seca, los zorros, la lechuza lejana y burlona. Un grito que despertó a
sus amigos y los hizo saltar del suelo como muñecos movidos por un resorte,
ajenos todavía al dolor, rodeados aún por la ensoñación de la que volvían. Lo
contemplaron lívido, fuera de sí, bajo la noche hermosa y cálida, llena de
vida, mientras su dedo índice señalaba la blancura espectral del
cementerio.
MEMORIA DE LA ISLA DE SACRISTÍA, 1.
La joven señorita Adela apartó levemente la suave cortina de terciopelo rojo cuando intuyó que la luz del sol había declinado en el lado norte del jardín. El cosquilleo de la tela en la punta de los dedos le hizo pensar en una legión de hormigas paseando su negra inconsciencia entre sus dedos blancos. ContemplÓ durante un instante al brusco jardinero que descansaba su sudor apoyado en la suave corteza del olmo junto a la fuente. Las hojas amontonadas a sus pies se arracimaban como nubes verdes bajo un ángel de postal. La joven señorita Adela sentía la saliva en la boca y una ligera presión en sus ingles perfumadas de lavanda. Lógicamente, como propio de una señorita de su categoría, censuró el torso descubierto del brusco jardinero. Dejó caer la cortina y la habitación se iluminó de sombras. Bajó levemente los párpados teñidos de vainilla. Pensó que debía volver a su labor y avanzar en el delicado encaje que tejía hacía ya varias semanas. Luego pensó en el encaje enredado en el glande del brusco jardinero. Finalmente decidió inclinar la cabeza hacia un lado, alabear los labios en una ligera sonrisa y dejarse llevar por la corriente de una perezosa vacuidad.
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